Decenas de hileras de surcos lucen vacías en un vasto campo arado del altiplano de Bolivia. Debería estar lleno de papas listas para la cosecha, pero la helada y la sequía pudieron más en esta región azotada por el cambio climático.
Como muchos campesinos aimaras de la zona, Cristóbal Pongo consagró su vida al cultivo de papa.
«Nuestra entrada es papa no más. Cosechamos, vendemos… Es nuestro sustento, de nuestra familia, para estudiar nuestros hijos», explica el agricultor de 64 años, de rodillas en su campo a unos 4.000 metros sobre el nivel del mar.
Pero, este año, Pongo no tendrá nada para vender en el mercado de Calamarca, a 70 kilómetros de La Paz.
«La helada se ha llevado la papa… Ya no retoña, fíjate: se ha muerto», lamenta mientras camina entre los cadáveres de sus plantas buscando alguna sobreviviente.
La escasez ha multiplicado el precio del tubérculo incluso por siete: casi dos dólares por kilogramo en algunos mercados de Bolivia, donde la pobreza era de 36% en 2021, el dato oficial más reciente.
Lluvias demasiado tardías y heladas en verano fueron la combinación letal que exterminó la cosecha, algo que, según expertos, no es casual.
«Particularmente el altiplano… es vulnerable a cambios (en el clima) y estos cambios se están manifestando ahora: hay un déficit de lluvia», adiverte Luis Blacutt, experto en física de la atmósfera de la boliviana Universidad Mayor de San Andrés.
La razón, aclara, es que la región recibe hasta el 70% de sus precipitaciones anuales solo entre noviembre y marzo, pero, el año pasado, la lluvia llegó solo a finales de diciembre.
Ese retraso también causó estragos en la región andina del vecino Perú, que en diciembre declaró un estado de emergencia de 60 días en más de 100 distritos por la sequía.
Hay más de 4.000 variedades comestibles de papa, el tercer cultivo alimenticio más consumido por humanos luego del arroz y el trigo, y la mayoría se encuentra en los Andes de Sudamérica, según el Centro Internacional de la Papa, con sede en Lima.
– «Graves consecuencias» –
Blacutt no está solo en sus observaciones sobre el cambio climático en el altiplano. Ya en 2010, un estudio de la revista Annals of the Association of American Geographers anticipó que «cambios en el clima del altiplano podrían tener graves consecuencias sobre el manejo del agua y la agricultura indígena».
Además, una investigación publicada en 2019 por Frontiers in Environmental Science «confirma la influencia del forzamiento climático de origen humano en… los cambios negativos de precipitaciones en el Altiplano durante las últimas décadas».
Mientras tanto, Pongo no sabe cómo sobrevivirá esta temporada. No habrá cosecha hasta abril y deberá esperar hasta finales de octubre para volver a sembrar.
Si las lluvias no llegan para esa fecha, tendrá que esperar porque necesita que la tierra esté húmeda para que las papas germinen. Si espera demasiado, las heladas invernales, que se adelantan cada vez más, podrían destruir una vez más el fruto de su trabajo.
Ante la incertidumbre, él y algunos vecinos han instalado invernaderos con el apoyo del Centro de Investigación y Promoción del Campesinado (Cipca), una oenegé local.
«Si no se puede producir a campo abierto, de alguna forma se puede producir en ambientes controlados como son las carpas solares», asegura Orlando Ticona, técnico de Cipca que no pudo precisar cuántas familias han recibido invernáculos.
Sin embargo, aunque garantiza el autoabastecimiento, la producción en invernaderos en la zona aún se limita a superficies pequeñas.
«No tengo esperanza», dice Pongo sobre sus cultivos de este año al contemplar la tierra muerta.
Pero ya piensa en el año que viene: «Si llueve, va a haber buena producción», remata, optimista.