Bolivia integra, junto con Colombia y Perú, el reducido grupo de países en los cuales se produce la cocaína que se consume en todo el planeta. La elaboración local de ese estupefaciente se sustenta básicamente en las plantaciones de coca situadas en las regiones de los Yungas y el Chapare, aunque también se nutre de hojas y pasta base de origen peruano.
Sin embargo, la clave de la importancia boliviana en esta actividad criminal radica más en la ubicación del país y las crecientes dificultades para controlar de manera efectiva las fronteras, que exhiben un alto grado de porosidad. Estos elementos interactúan para constituir al país en una pieza clave en el tráfico de cocaína a las naciones vecinas, sea para abastecer a la demanda doméstica o para su reenvío a mercados de consumo en ultramar. Las modalidades de tráfico son múltiples y complejas e involucran a organizaciones criminales exógenas que interactúan con grupos autóctonos.
Bolivia tiene una extensión fronteriza de 6.834 km lineales con Brasil, Argentina, Perú, Chile y Paraguay. En su mayor parte la frontera exhibe un alto grado de vulnerabilidad, con más de una treintena de puntos particularmente críticos por su empleo constante por parte de los flujos criminales transfronterizos, según admitió el entonces ministro de Gobierno, Carlos Romero, en el marco de una reunión de países del Cono Sur sobre Seguridad de Fronteras, celebrada en Brasilia en noviembre de 2016.
Crimen organizado en suelo boliviano
En territorio boliviano se registra una importante presencia de organizaciones extranjeras dotadas de recursos económicos que controlan prácticamente en su totalidad el negocio del tráfico de cocaína hacia el exterior. Estas organizaciones criminales toman decisiones de nivel estratégico en sus lugares de origen mientras que en Bolivia únicamente se deciden cuestiones de tipo táctico.
Además, su capacidad económica les ha permitido penetrar y cooptar diversas entidades de la sociedad civil que han contribuido a su legitimación. La presencia de organizaciones foráneas se constata en el hecho de que, solamente entre mayo de 2018 y los primeros días de julio de 2019, fueron detenidos en el país más de una decena de capos criminales extranjeros, el último de ellos el italiano Paolo Lumia, de la mafia siciliana. Teniendo en cuenta diferentes trabajos, un listado de esas organizaciones incluye a las organizaciones brasileñas Primeiro Comando da Capital (PCC) y Comando Vermelho; la Federación de Sinaloa y los Zetas, de México; el peruano Sendero Luminoso; e incluso mafias rusas y de los Balcanes.
También se indica una fuerte presencia de actores subestatales colombianos como el Cártel del Norte del Valle; diversos grupos paramilitares devenidos en Bandas Criminales (Bacrim), entre ellos las Autodefensas Campesinas de Casanare (ACC), Los Rastrojos y Los Urabeños; y, finalmente, elementos residuales de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), del país homónimo.
La presencia de mafia de los Balcanes, identificada como Grupo América, no ha sido objeto de atención de las autoridades ni de los medios de comunicación; sin embargo, según la periodista Jelena Zoric, investigadora de la participación de miembros de esta organización en Sudamérica, “los criminales más buscados se esconden en Bolivia (…) aquellos narcotraficantes que quieren vivir con documentos falsos suelen elegir Bolivia como lugar para esconderse; supuestamente, el sistema corrupto los ayuda en esto”.
Los grupos criminales domésticos parecen estar relegados a un segundo orden, manteniendo una relación de subordinación a las organizaciones foráneas. Aunque en los últimos tiempos se han detenido a importantes narcotraficantes locales, cuyas operaciones se articulaban con redes internacionales de tráfico y que se valían de importantes vinculaciones en el mundo de la política, la Policía y el poder judicial.
Los grupos locales responderían a la estructura de clanes familiares, con un alto grado de organización. Los principales activos de estos clanes son la confianza y la lealtad que proporcionan los lazos de sangre entre sus miembros, cimentando una unidad que es fundamental frente a un entorno que se presenta peligroso, sea por organizaciones rivales o por las instituciones estatales.
El despliegue en el territorio de Bolivia de las entidades criminales -extranjeras o autóctonas- se orienta hacia los territorios orientales del país, especialmente el departamento de Santa Cruz, que es el epicentro del tráfico de drogas en Bolivia.
Santa Cruz además alberga más de una decena de escuelas de aviación donde se forman los pilotos de los aviones que se emplean para el tráfico de estupefacientes a través de los llamados “narcovuelos”.
El coste total de esos cursos rondaría los 25.000 dólares, cifra que puede saldarse con la ganancia que producen unos pocos vuelos ilegales. Bolivia recibiría aproximadamente el 95% de los “narcovuelos” que despegan desde Perú y para ello se emplean aeronaves que suelen estar matriculadas en Bolivia y transportan, en cada viaje, un promedio de 300 a 350 kg de cocaína, aunque esa carga puede llegar a los 500 kg. La mayoría de estos vuelos aterrizan en pistas clandestinas del departamento de Beni, donde la presencia criminal sería por lo demás intensa, particularmente en las localidades de Magdalena, San Ramón, San Joaquín, San Borja, Trinidad, Santa Ana del Yacuma y Guayaramerín.
Esas pistas suelen ser denominadas “puntos intermedios” o “medias”, pues allí los aviones se aprovisionan de combustible antes de seguir camino a su destino final, muchas veces en países limítrofes.