En economía, muchas decisiones son como el brócoli: al principio es desagradable, pero beneficioso a mediano y largo plazo. Reducir los gastos, eliminar los subsidios o subir los impuestos son medidas que exigen sacrificios cuando nos proponemos mejorar las condiciones de vida para el futuro o para salir de una situación difícil antes de tocar fondo. Sin embargo, tal como estamos viendo estos días, el brócoli no forma parte de la receta que hemos seguido con el gobierno del Movimiento Al Socialismo.
Las decisiones económicas de los últimos veinte años tienen un responsable principal, sino el único: Luis Arce Catacora, tanto en su condición de ministro de economía, como primer mandatario en los últimos cuatro años. Nació de su inventiva planes y propuestas con nombres aparatosos como “modelo económico social comunitario productivo”, “Estado empresario”, “industrialización con sustitución de importaciones” o producción de “biodiesel” con palma aceitera que no existe en el país. Durante un tiempo, Arce fue aclamado como el “padre del milagro económico” de Bolivia por parte de quienes —al no entender el fenómeno de la bonanza del gas— desesperadamente buscaban algo en que creer y alguien a quien atribuir el supuesto milagro.
Una de sus decisiones bandera ha sido mantener los precios congelados de combustibles. En diciembre de este año, se cumplirán 20 años de precios fijos de diésel y gasolina. Es un error histórico, por supuesto. La última vez que el presidente intentó justificar la medida fue en ocasión del día del Estado Plurinacional, el pasado 21 de enero, cuando discursó que incrementar los precios de combustibles “fundamentalmente afectaría a los más pobres y a los más humildes” y que por eso su “gobierno nunca lo hará”. No obstante, cualquiera que haya tomado un curso básico de economía sabe que esta afirmación no tiene pies ni cabeza.
Sucede que la subvención a los combustibles que rige en el país es de carácter universal y no afecta a todos por igual. Los efectos se distribuyen de forma desigual porque los niveles de consumo varían según estratos sociales. Quienes más consumen, más se benefician, de manera que, las personas de altos ingresos o las empresas que consumen grandes cantidades de combustibles acabaron canalizando la mayor parte del dinero público destinado a sostener los precios congelados. Con los años, se convirtió en una subvención de tipo regresivo, misma que se transformó en una carga presupuestaria inmanejable para las arcas del Estado.
Las consecuencias que están a la vista de todos, apenas representan la punta del iceberg de un desastre económico profundo. Solo estamos viendo los primeros síntomas, como la escasez de combustibles o las largas filas de espera en los surtidores. El racionamiento está tomando nuevas formas, como son los cupos de distribución de diésel y el límite de 100 bolivianos para la compra de gasolina. Pronto, el gobierno se verá obligado a restringir más la venta de gasolina, probablemente limitando a un día a la semana y según la terminación de las placas. Racionar el acceso a los combustibles es una manera de responder ante la escasez, pero la economía, al igual que la vida, se abre camino. El mercado negro seguirá creciendo al ritmo de los incentivos creados por la demanda y oferta. El sobreprecio, que incluso llega a 30 bolivianos por una botella de dos litros de gasolina, refleja el verdadero impacto de la decisión de Arce al no haber hecho nada ante la insostenibilidad de los precios congelados.
Para quienes piensan que las cosas van a mejorar, las perspectivas son desalentadoras. Venezuela, siendo la mayor reserva de petróleo a nivel mundial, enfrenta desde hace más de una década una severa escasez de combustibles, al punto que la gente vive y duerme en las filas de los surtidores. No solo eso, sino que los apagones por cortes de energía eléctrica y el desabastecimiento de gas en garrafas son parte de su cotidianidad. Si un país con abundancia de petróleo enfrenta esta situación, no hay mucho que esperar en una Bolivia con reservas hidrocarburíferas agotadas.
Por ahora, las consecuencias de no haber planeado responsablemente la economía más allá del cortoplacismo, afectan, irónicamente, a los más pobres y humildes que el MAS dice defender. No lo están pagando sus acólitos o los grupos de poder económico que más se beneficiaron con el combustible subvencionado. A medida que más gente sufra los efectos multiplicadores de la crisis, la inestabilidad política seguirá creciendo, aunque es difícil de prever el desenlace.
Pero quizá el mayor daño causado no esté en el campo económico, sino en lo político. Toda crisis económica, por lo regular, trae consigo tiempos de confusión, caos y de gente desesperada buscando soluciones rápidas y fáciles. Son también tiempos inmejorables para la proliferación de políticos charlatanes, salvadores mesiánicos, farsantes en una palabra. Por esta razón, lo más probable para las próximas elecciones es que los votantes podrían estar mayormente inclinados a creer en políticos populistas que prometan milagros económicos, antes que interesarse por los candidatos que gustan del brócoli.